Una peculiaridad que es común al ser
humano en sociedades y épocas a lo largo y ancho del globo es el deseo o necesidad
que muchos sentimos de seguir a la multitud, de ser parte de ella y
conformársele; y una especie de temor a parecer distinto, a tener una actitud contraria
o minoritaria a lo común y establecido. Esta actitud gregaria de ciegamente emular
ciertas pautas predominantes –las cuales pueden ir desde la moda en ropa
interior hasta complejos conceptos filosóficos- se manifiesta de manera particularmente
aguda cuando quienes las imponen o pronuncian son personas de importancia, fama
o en posición de autoridad.
Ir contracorriente, en dirección distinta
a la perspectiva y opinión predominante en la conciencia del colectivo, es
decir ser anti conformista, tiende generalmente a ser visto de manera
despectiva y sospechosa por parte de la sociedad. Las posturas radicales, o
simplemente diferentes o minoritarias -y en el campo que sea- tienden a ser
consideradas de la misma manera despreciativa, no porque su contenido sea necesariamente
inválido; sino principal y primordialmente debido a esa tendencia pasivamente conformista
del común de las personas hacia lo establecido y predominante, y a percibir lo
diferente, extraño o novedoso como amenazante.
Esta situación nos induce a pensar que
cuando en alguna manera discrepamos con lo acostumbrado y albergamos visiones y
actitudes que la mayoría no comparte, pues que algo debe estar mal en nuestra
persona, que hay algo que no estamos haciendo bien. Las presiones de la
sociedad nos inducen a conformar y a evitar la disimilitud, tanto de manera
consciente como subconsciente. Sin embargo, es una actitud sumamente equivocada
tanto por parte de quien se ve obligado a asumir tales actitudes de resignación
así como por parte de la sociedad que induce al individuo a asumirlas. No es el
conformismo lo que es imprescindible para vivir en sociedad, sino la tolerancia
y el respeto.
Especialmente en el campo del pensamiento
y de las ideas, evitar o suprimir la disimilitud en aras de conformar es
dañino: coarta la expresión del individuo, su capacidad de independencia y consecuentemente
el crecimiento de la sociedad. Así, el razonamiento y el intelecto tienden a
tornarse gregarios, perdiéndose de esa manera esa originalidad individual
innata con la que todos venimos al mundo. Que una opinión particular sobre
cualquier tema sea la que prevalezca en el colectivo no es razón para
considerarla como la verdad, mejor, ni tampoco necesariamente como la más
adecuada. Igualmente, una perspectiva minoritaria no puede ser considerada como
inválida sencillamente por no prevalecer por sobre otras. La diversidad no va
vista como un perjuicio, sino como un aporte mediante el enriquecimiento de
perspectivas distintas y originales. Para progresar, avanzar y crecer, la
sociedad necesita que constantemente emerjan ideas nuevas, innovadoras y creativas;
y éstas solamente surgen de la tolerancia y de la individualidad.
“Nada hay más peligroso que una idea cuando no se tiene más que una.”
Alain Emile Chartier (1868-1951) Filósofo y
ensayista francés.
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