La visión del universo
que prevalece en la modernidad generalmente cae en dos campos principales: la
científica y la espiritual. Según la perspectiva científica, el cosmos que
rodea nuestro planeta no es más que un monumental cúmulo de material inerte compuesto
por un sinfín de estrellas, cometas, gases y otros astros y materias
conformando galaxias las cuales merodean por el éter sideral en gigantescas
órbitas sin dirección ni propósito específico alguno excepto el ocasionado por una
colosal explosión accidental ocurrida eones atrás. En contraste, tanto la
perspectiva espiritual como la religiosa interpretan el universo no como una
casualidad, sino como la manifestación de la intención creadora de alguna
entidad divina, llámesele Dios o Inteligencia Cósmica, capaz de originar el
tiempo, la materia y el universo entero. A pesar de las diferencias de enfoque,
tanto la perspectiva científica como la espiritual comparten un aspecto en
común: en ambas tiende a prevalecer la visión de un cosmos en el cual la vida
inteligente y nuestro mundo constituyen no la norma que lo permea, sino una
excepción privilegiada.
La perspectiva
religiosa y teológica tiende a suponer al hombre como un insuperable, máximo y
singular logro de la intención divina generalmente colocándolo en un pedestal
en el centro de la creación en un universo hecho a su medida, raramente
reconociendo que excluir la posibilidad de un universo poblado con vida
disminuye la imagen y magnificencia de ese inconmensurable Creador Supremo
Universal. Por su parte, la visión científica y materialista incurre en una
similar arrogancia cuando presumidamente descarta la posibilidad de que los
mismos procesos evolutivos y químicos que de manera espontánea llevaron a la
formación de nuestro planeta y vida pudiesen haberse reproducido similarmente
en otras partes. ¿O es que acaso seremos tan descomunalmente afortunados?
Pese a ello, o quizás
precisamente por la promoción institucionalizada de tales perspectivas, la
concepción del universo como algo allá afuera caótico, extraño, o majestuoso, persiste
en la psiquis humana como una realidad de esencia distinta y separada de la
nuestra. Nos rehusamos a querer reconocer que somos apenas una gota en la
descomunal vastedad oceánica cósmica en la cual estamos sumergidos e inexorablemente
interconectados sujetos a las mismas leyes universales. En otras palabras,
nuestro mundo no es sino un microcosmos representativo de la realidad del
universo.
Esa cosmovisión
egocéntrica tan predominante en nuestras sociedades no es una mera abstracción inconsecuente,
sino que tiene repercusiones palpables tan sucintamente reflejadas en nuestro
distanciamiento y desconexión con la naturaleza, la vida animal y entre el
mismo ser humano. Es una visión antropocentrista y excluyente que además de
conducir a conflictos, perspectivas distorsionadas y modos de vivir disociados,
impide considerar un universo en donde la vida no sea una descomunal suerte,
error, o bendición privilegiada, sino la regla que lo define, la ubicuidad que
desafortunadamente aún desconocemos, en buena medida debido a esa insolente
arrogancia de concebir la gota aislándola, ensalzándola y separándola del
océano.
“Sería inexcusablemente egocéntrico sugerir que somos solos en el
cosmos”
Dr. Neil deGrasse Tyson (1958- ) Astrofísico y divulgador científico
estadounidense
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